Salud emocional en el trabajo

Publicado en: | 30 noviembre, 2018

A todos nos afecta cargar con crisis personales, asuntos que resolver, pendientes que se ponen cada vez más difíciles conforme pasa el tiempo, hagamos algo para tener un ambiente laboral idóneo. 

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En esta sección compartiremos ideas que puedan ayudar a facilitar su diario acontecer dentro de las múltiples tareas que se desempeñan en el sector ferretero y que involucran la vinculación con otras personas –base de muchos problemas– el traslado de situaciones familiares al trabajo, los diferentes puntos de vista que se establecen entre los puestos de trabajo, la tolerancia, la búsqueda de bienestar, el conocimiento y manejo de las emociones al frente de un cliente… un mar de posibilidades que se abren al convivir unos con otros en una ferretería, sin importar su tamaño. Al fin y al cabo los que trabajan en ellas son personas.

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Para mí, una apasionada de la comunicación entre personas, el tema ferretero me viene de origen, ya que gran parte de mi infancia y juventud la viví en la tlapalería “La Pequeña”, negocio que aún funciona después de más de 40 años fundado por mi señor padre. Para empezar, damos pie a un tema medular en la atención del cliente: cómo no llevar al trabajo, “la ropa que no se ha lavado en casa”.

Las personas nunca dejamos de ser personas en ninguna actividad que realizamos. Es decir, siempre hay una emoción, aunque se presente en su mínima expresión, cuando interactuamos con otros.

“Todos tenemos problemas”, oímos frecuentemente. Y a todos nos afecta cargar con crisis personales, asuntos que resolver, pendientes que se ponen cada vez más difíciles conforme pasa el tiempo. Lo peor es que nos los callamos, intentamos no pensar en ellos, o hasta nos imponemos controlarlos con la sola fuerza de la voluntad… y es entonces cuando el trabajo paga las consecuencias…

Los trapos sucios se lavan en casa
Pareciera que la noche no le alcanzó para descansar lo suficiente ya que al levantarse a la mañana siguiente, se le ve un semblante gris, opaco, adusto y serio. Se baña, desayuna lo que puede y se dirige al trabajo en el transporte público que siempre lo recibe con su cara naranja malhumorada, con sus atrasos, sus vagones llenos y su aire acondicionado apagado o descompuesto. Pero allá va usted: a la rutina diaria.

Al saludar al primer cliente, se da cuenta de que la voz en particular –junto con la petición por unos tornillos y una pieza para el fregadero– es chillante y exigente a la vez; y cuando le pide un cambio, ya siente la presión en la cabeza. En el momento de pagar $20.00 con un billete de $500.00, usted ya no se aguanta y le reprocha en la cara: “no tengo cambio”, mientras recoge del mostrador la mercancía ya antes ofrecida.

El cliente se va molesto, y usted avienta sobre los anaqueles la pieza del fregadero y el tornillo de ¼ de pulgada, que se va con todo y tuerca en el mismo cajón. Le alcanza a decir a su compañero: “Viejo estúpido, compra dos pesos con uno de a 500. ¡Así no se puede!”. Oye una frase que lo intenta tranquilizar pero no hay manera pues usted solamente piensa en ESE cliente y en su voz chillona.

De regreso en el metro, en un empujón de alguien al que se le olvidaba bajarse en la estación, le recuerda que en las semanas pasadas, su esposa le ha advertido que si no consigue un aumento de sueldo pronto, les pedirán el departamento y no conseguirán uno con dos recámaras por el mismo monto… “Llevas ahí 15 años y siempre es lo mismo: trabajo y trabajo y nada de dinero en esta casa. Vele buscando por otro lado, ¿qué de a tiro es lo único que puedes conseguir?”. Y escucha claramente la voz chillona y cruel… La voz chillona… Un tornillo de ¼…

Confusiones al por mayor
Las personas nunca dejamos de ser personas en ninguna actividad que realizamos. Es decir, siempre hay una emoción, aunque se presente en su mínima expresión, cuando interactuamos con otros. Sin embargo, es importante diferenciar y ubicar qué nos hacen sentir algunas de las personas con las que nos vinculamos en nuestra labor al frente de la atención al cliente en el mostrador.

A un cliente exigente, con voz de mando y poca paciencia, la podemos ubicar sin darnos cuenta, en el papel de nuestro abuelo paterno, aquél que nos regañaba a la menor provocación aunque fuera el mejor portado de todos los nietos. O el cliente que no sabe lo que quiere, que pide una cosa y luego otra bien diferente; que no se decide, que revisa una y otra vez la pieza para, al final, no llevarse nada y azotarle un: “¡qué mal se atiende aquí!”; puede representar en su mente a esa mamá que lo llevaba a comprar unos pantalones y después de mucho remilgar, no compraba nada y asestaba un: “Vámonos de aquí, qué caro y qué mal trato dan en este lugar. Mejor te compongo los pantalones de tu hermano y así nos ahorramos un buen dinero”.

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